miércoles, 24 de noviembre de 2010

Relato ganador del Concurso de relato corto y poesía del IES. María Zambrano 2009

MIRIAM
Si supieras, Miriam, que la mejor época de mi vida fue aquel frío invierno en el que
te conocí... Aún hoy, cansado y viejo, acudo todos los domingos a visitar tu tumba para adornarla con las margaritas que a ti te gustaban.
Una mañana, mientras caminaba hacia la cafetería, se me antojó asomarme al mar ya que aquel domingo no tenía ganas de llegar a mi solitaria casa.
El oleaje no parecía resentirse ante el frío. Allí, cerca de la costa, el aire húmedo me calaba los huesos. A lo lejos pude ver un velero que desaparecía en el horizonte. El paisaje parecía sacado de un cuadro, tan hermoso. Una taberna al lado de la playa captó mi atención. Con el cuerpo entumecido por la humedad, la idea de tomarme algo caliente allí mismo era tentadora. Así que, sin pensarlo dos veces, entré en aquel pequeño pero cálido establecimiento. Un grupo de marineros ocupaba una mesa al fondo, armando escándalo, mientras que un hombre cansado se dormía tras la barra. El ambiente estaba cargado y supuse que el dueño no ventilaba el local a menudo. Trofeos de pesca lucían en vitrinas apoyadas contra la pared de madera vieja y podrida. Con paciencia, logré despertar al dueño de la taberna provocando que tirara dos jarras al suelo.

Tras disculparme pedí un café y me senté en una mesa alejada de todo aquel ambiente.
Enfrente, una ventana me permitía ver el mar mientras desayunaba. En aquel entonces no imaginaba que en las próximas semanas visitaría diariamente aquella mesa.
El humo del café empañaba mi vista que se hallaba perdida entre las olas. Fue entonces cuando me pareció ver un ángel de carne y hueso, allí, sentado en la orilla, mirando al mar. Entorné los ojos en un intento de ver mejor a aquella figura. Llevaba un vestido blanco de gasa que se adaptaba a cada una de sus curvas. Sus cabellos largos y oscuros se balanceaban a merced del viento. Ni toda mi fuerza de voluntad habría impedido que apurara rápidamente lo que me quedaba de mi desayuno y acudiese al encuentro de aquel ángel. He de decir que por unos instantes creí que aquella aparición divina desaparecería en cuanto me diese Ia vuelta. Pero no fue así, allí seguía, sola, con la mente lejos de este mundo. Un cosquilleo en el estómago me recorrió mientras me acercaba a ella. Cobardemente, rehice mis pasos y me alejé de aquella playa, lejos de la muchacha, donde ella no pudiera advertir el temblor que se había apoderado de mis manos.

Aquella noche no pude pegar ojo. Nada más cerrarlos, la imagen de la muchacha en la playa me volvía a la mente. Aquella belleza me había embrujado por completo. Solo cuando me prometí a mí mismo que volvería a la mañana siguiente a la taberna de la playa me quedé dormido.
Era muy temprano cuando ya me encontraba de vuelta en la cantina. Aquel día supe que se llamaba Orfitrón, en honor a un antiguo barco que el dueño poseyó de joven.

Esperé durante toda la mañana pero la muchacha no apareció. El dueño del Orfitrón, al ver mi semblante decaído, intentó darme conversación para animarme, o quizás su única intención era no volver a dejarse vencer por el sueño. Recuerdo que durante aquella semana seguí yendo al Orfitrón, cada mañana, en un vano intento de volver a verla.

Cuando empezaba a pensar que nunca se volverían a cruzar nuestros caminos, un milagro ocurrió en aquel domingo. Me encontraba saboreando el café, con la vista hacia la playa, cuando vi una silueta blanca. Mi corazón comenzó a bombear el doble de sangre de la que acostumbraba, no podía creerlo y sin embargo era cierto. La muchacha paseó por la orilla hasta que se sentó para contemplar el mar, en el mismo lugar en el que mis ojos la encontraron hacía ya una semana. No dejaría volver a escapar esa oportunidad que, compasivamente, la vida me había vuelto a otorgar.

El frío viento golpeó furiosamente mi cara al salir de la taberna, pero no me importaba. Decidido como nunca, me adentré en la playa sin que mis rápidos pasos me dieran tiempo para dudar. Silenciosamente, me coloqué tras ella. Un torpe movimiento mío hizo que dos piedras se encontraran, produciendo ruido. La muchacha giró su rostro sobresaltado. Unos ojos negros se posaron en los míos. Ella se levantó y se alejó rápidamente de mí, perdiéndose en Ia playa. Soy un idiota, pensé. Ni que decir tiene que sus expresivos ojos no me dejaron dormir hasta bien entrada la madrugada.

No falté ni un día a mi cita con aquel café amargo que Polo (el dueño del local) servía, sin resultado alguno, la muchacha no apareció. Llegué a pensar que se había asustado tanto de mí que no regresaría de nuevo. Todos estos pensamientos se desvanecieron cuando, al domingo siguiente, volvió a aparecer. Con renovadas esperanzas, caminé hacia ella intentando hacer notar mi presencia. Me aclaré la garganta para saludarla con la mayor naturalidad posible.
-Hola.- Volví a carraspear.
De nuevo, como si fuese la primera vez que me viese, sus ojos me observaron inocentemente, de arriba abajo, preguntándose quizás quién era aquel extraño. Me sonrió, pero no despegó sus labios, así que fui yo quien siguió hablando.
- Me llamo Martín, ¿y tú eres...?
Sin pronunciar palabra alguna señaló una medalla que colgaba de su cuello. Miriam. Nunca un nombre me había sonado tan bello. Como ella seguía sin hablar y me miraba fijamente, decidí que tendría que ser yo quien empezase la conversación.
- Vengo a desayunar allí.- Señale a la taberna.- El Orfitrón. No es gran cosa pero las
vistas son exquisitas, ¿no es así?

Miriam asintió enérgicamente y me señaló hacia el mar. Siguiendo el camino que su dedo marcaba, pude ver de nuevo un velero navegando por el horizonte. Deduje por su mirada que le atraía la navegación. Me senté cerca de ella mientras mi cara reflejaba una tímida sonrisa. Así estuvimos toda la mañana. Le hablé de mi vida, de los personajes que frecuentaban el Orfitrón, de mi casa,... Ella escuchaba atenta a todo lo que le contaba. Era encantadora. Me indicó con señas que se tenía que ir y se alejó de mí. Justo antes de que desapareciese entre las rocas de la playa pude formular una última pregunta.
- ¿Vienes aquí cada domingo?- Miriam asintió y pude respirar tranquilo.

Cada domingo me reunía con ella, compartiendo mis escasos conocimientos y contándole cuentos que me inventaba sobre la marcha acerca del mar, le encantaban. Su sonrisa fue todo lo que quise, sin buscar nada más. Si ella sonreía yo era feliz, así de simple. Se me viene a la mente un día en el que ella se fijó en una margarita que mis pantalones habían secuestrado del pequeño jardín de mi casa, trayéndola hasta la playa. Parecía que era la primera vez que había visto una flor. Con cara de niña la cogió delicadamente y me la mostró entusiasmada ante tal hallazgo. Como regalo, al domingo siguiente le hice un pequeño ramo con todas las margaritas que pude encontrar por los alrededores de mi casa. Nunca olvidaré esa cara de niña ilusionada que abre su primer regalo de cumpleaños, tan dulce.


Polo y yo nos hicimos buenos amigos. Cada mañana me contaba alguna vieja anécdota de cuando él era joven o alguna vieja leyenda de algún barco fantasma. Según las cuentas que hice, Polo llevaba en el bar más de cuarenta y seis años. Toda una vida. Un día me atreví a contarle mis preocupaciones amorosas acerca de Miriam, para mi sorpresa, este me miró incrédulo y me llamó loco. Enfadado, exigí una explicación. Por primera vez, todo el Orfitrón se sumió en un silencio espectral, incluso los marineros habían dejado de cantar y de dar voces. Me sobrecogí ante tal situación.
-La única Miriam que ha pisado esta ciudad murió hace años, hijo.
-Eso es completamente imposible... Llevo encontrándome con ella cada domingo desde que empecé a venir por aquí. Ella... Ella tiene una medalla, pone su nombre...
Un marinero de cabello cano y semblante duro se aproximó a mí. Algo me dijo en su
rostro que me hizo estremecer.
- ¿De verdad? ¿La has visto?- Sus ojos, presos de una fuerte añoranza. Todos los
allí presentes bajaron el rostro, guardando silencio.
-Sí, tiene el pelo moreno y unos ojos negros... También lleva siempre un vestido blanco, muy fino.- No sé por qué había contestado a su pregunta con tanta sinceridad, ni siquiera ahora puedo comprenderlo.
-Mi niña...- Fue toda su explicación. Polo se situó junto a nosotros y le palmeó un hombro.
-Martín, hace treinta y seis años, una muchacha de dieciocho años se ahogó en el mar, era su hija.- Cada una de esas palabras cayeron en mí como una pesada losa.
- Todo esto se traslada muchos años atrás en el tiempo.- Esta vez fue el marinero el que habló. Dos lágrimas resbalaron sobre aquel arrugado rostro.- Mi mujer, tras cinco años de matrimonio, se quedo preñada. Nació una bellísima niña, pero con ella también la noticia de que mi esposa nunca más podría concebir un niño. La llamamos Miriam. A la niña la educamos cerca de la costa. Su madre le enseñaba las labores propias de una mujer, mientras yo le enseñaba las artes de la navegación. Miriam siempre mostró más interés por los barcos que por las agujas, extraño en una mujer. Ella creció y se hizo muy hermosa, pero una deficiencia siempre la acompañaría, Miriam era muda. A pesar de eso, los dos la queríamos tanto...


Durante el tiempo que duró el relato millones de sensaciones me recorrieron. Sin advertirlo siquiera empecé a llorar, consciente de lo que Miriam buscaba. Ahora entendía la manera que tenía de mirar el mar, a los veleros... Ella seguía buscando a su padre.
Su espíritu le sigue buscando.- Lo miré aterrorizado antes mis propias palabras. Cuando él se empezaba a retirar yo lo retuve.- Es ella la que he visto, de verdad. Permítame que le lleve hasta ella. Solo así podrá descansar, por fin podrá ser feliz. ¿La volveré a ver?- Desesperado, se agarró a mi brazo con fuerza.
-El próximo domingo.- Sentencié.
Faltaban tres días para el día señalado aunque a mí se me antojaron tres años. Aquel día jamás lo olvidaré. Lo llevé hasta la playa donde nos encontramos con la hermosa aparición sentada, como siempre, contemplando las olas, añorando a su padre.
-Ahí esta.- Señalé hacia Miriam y vi como el marinero se aproximó a ella sin dudarlo ni un segundo. El viejo marinero Iloraba al igual que lo hace un crío.
-Miriam...- Le oí decir.
Ella se levantó rápidamente. También lloraba. Padre e hija se fundieron en un abrazo eterno que a ambos alivió sus atormentadas almas. Miriam fue desapareciendo poco a poco. No sé si fue producto de mi imaginación, pero creí ver que ella me sonrió antes de desaparecer por completo. Qué lagrimas tan hermosas. Supe entonces que nunca más volvería a verla.
El marinero lloró, según Polo, durante tres días seguidos en aquella playa, sosteniendo la medalla de su hija. Por fin se enfrentaba at pasado.

Raquel. 2º Bachillerato.