domingo, 24 de mayo de 2009

Cuento de terror.... y más


Sobresaltadamente, abrí los ojos.

Una luz blanca muy intensa me deslumbró y cegó durante unos instantes. Cuando por fin logré ver el sitio en el cual me hallaba, sentí un escalofrío. Estaba tumbado en una camilla de hospital, vestido únicamente con uno de los típicos camisones. Mi ropa estaba a mi derecha, sobre una silla. Rápidamente, me levanté sin esfuerzo alguno de la camilla y me vestí con mis gastados vaqueros y mi camiseta negra. Traté de recordar qué demonios hacía en el hospital, pero lo único que alcancé a recordar fue que estaba cenando en casa de unos amigos…

Salí de la habitación y crucé nervioso el enorme pasillo mal iluminado del hospital. Varios escalofríos me recorrieron la espalda y llegué a la puerta de salida.
Salí al exterior y me sobrecogí.

Había coches abiertos y vacíos en mitad de la calle, el viento corría suavemente entre los coches haciendo un ruido que ponía los pelos de punta. No se oía nada, ni gritos de niños, ni pájaros, ni siquiera el molesto petardeo de una moto al pasar a toda prisa. Volví mis ojos hacia el hospital y entré de nuevo. No había nadie en la recepción, tampoco en los asientos de espera, ni en las consultas.
De nuevo, volví a la calle y avancé por la avenida de coches abandonados, con la esperanza de poder explicarme mi súbita soledad y el porqué de mi estancia en el hospital.

La avenida desembocaba en una carretera de doble sentido, con más coches abandonados. La amplia calle tenía un sinfín de tiendas, todas abiertas y tal y como siempre las había recordado. Con el único cambio de estar absoluta y sobrecogedoramente vacías. Avancé un poco y entré en una panadería y salté por el mostrador. Entré en la trastienda y no había nadie. Abrí la caja que contenía la recaudación del día y me llevé a los bolsillos todo su contenido, por si acaso.

Seguí avanzando más por la calle, tal y como siempre se veía cuando pasaba por allí, pero sin nadie…

Crucé una acera y seguí el camino que siempre hacía hacia mi casa, tenía las llaves en mi bolsillo izquierdo, así que supongo que la cerradura aún funcionaría.
Crucé como cien metros o más, sin nadie a mi alrededor, entonces llegué a mi calle, justo al final estaba el portal de mi casa. Y allí vi claramente a alguien, algo, una figura quieta y parada. Abrí los ojos como platos y llamé a aquella persona a voces, que ni se inmutó. Entonces arranqué a correr hacia ella y llegué exhausto a mi portal. No sabía cómo, pero se había escapado aquella…¿persona?... y no la había perdido de vista en todo momento… todo esto empezaba a darme miedo…

Agarré temblando las llaves y abrí la puerta. Entré al portal y subí las escaleras precipitadamente, con lo que conseguí caerme una o dos veces. Al fin, tembloroso, abrí la puerta de mi casa, entré aún al galope y cerré tras de mí. Todo exactamente igual que siempre. El dulce olor de la comida a medio preparar en la cocina, el sol colándose sin éxito por las cortinas y los gritos y risas de alegría de mis hijos.

Suspiré aliviado, ellos dos estaban bien, así que entonces no habían desaparecido todos los seres vivos de la Tierra. Crucé lentamente el pasillo hacia la primera habitación, que era la de mis dos pequeños. Entré y los vi a los dos tumbados bocabajo. Inmóviles. Retrocedí un poco asustado, pero solo están jugando, fue mi pensamiento.
Me agaché ante el cuerpo en miniatura de mi hijo mayor y le toqué suavemente el hombro.
Estaba frío, frío como el mármol.
Muy asustado, le giré el cuerpo y grité horrorizado ante lo que mis ojos veían.
Ambos niños yacían muertos a mis pies, con los ojos arrancados de raíz y las vacías cuencas apuntando a mi desencajado rostro.

Mi cerebro solo pensó en correr lo más lejos posible de allí, pero tropecé en mi fútil intento de huida del dolor y caí en mitad del pasillo, abriendo así la puerta del cuarto de baño. El golpe me nubló el pensamiento, pero lo que vi a continuación me lo perturbó aún más… mi mujer estaba colgada del techo del cuello, en el mismo estado que mis dos criaturas, con la garganta abierta esta vez también. Grité como un loco y eché a correr de aquel siniestro encuentro. Y tapándome el paso hacia la puerta, estaba aquella figura que vi antes en la calle. Se trataba de un hombre anciano, vestido de blanco y que recogía sus largos cabellos en una trenza. Estaba mal afeitado, pero aún así se le veía elegante.

- Buenos días, señor – me dijo con una voz muy serena y potente

Con lágrimas y con la voz contrita por el dolor, contesté con balbuceos

- ¿qu…qué…qué demonios está pasan…pasando? Mis… mis… hij… mi… muj…

- ¿No lo recuerdas?

- ¡¿Qué cojones se supone que debería recordar…?!

El anciano echó la cabeza hacia atrás y suspiró.

- Te lo mostraré.

Entonces el escenario de mi casa cambió, en vez de verse con la alegre luz diurna, era de noche, con todos mis muebles tirados o rotos, mi mujer y mis dos hijos arrinconados tras la puerta cerrada. Yo estaba justo enfrente de ellos, con el pelo alborotado y sudoroso. La tétrica escena de mí mismo estaba como pausada, no se movía nada.

Miré intrigado, y aún llorando al anciano, que me dedicó una sonrisa y se oyó un fuerte estruendo, una tormenta de rayos, sin duda.

- ¡NO! ¡Por favor! ¿Qué estás haciendo? – oí gritar a mi mujer.

Giré instantáneamente la cabeza hacia mi otro yo, que apuntaba a mi familia con ¡¿Una pistola?! Descorrió el seguro del arma y apretó el gatillo.

BAM

BAM

Ya solo quedaba mi mujer, llorando y cubriéndose la cara con los inertes brazos de mis hijos.

Traté de detener a aquella versión de mi persona, sin éxito, parecía que yo fuese etéreo o algo así.

BAM

Ya no había nada que hacer.

Me senté resignado y contemplé que hacía mi otro yo.

Se introdujo la pistola en la boca y apretó el gatillo.

BAM

Entonces el escenario volvió a cambiar a una nada infinita, una espacio blanco entero que no tenía fin. El anciano volvió a hablar.

- ¿Lo entiendes ahora?

Un chispazo de comprensión cruzó mi mente.

- ¿Estoy muerto?

El viejo asintió con una mueca de desprecio.

- No solo eso, la escena que has contemplado es lo que hiciste en tus últimos instantes de vida…

- ¿Pero cómo? No entiendo nada, ¡yo quería a mi familia!

El viejo sonrió.

- Todos los asesinos, violadores, corruptos, y en definitiva los que desaprovecháis la vida tratáis de justificar lo injustificable. Aquí no te servirá una labia aguda ni redimirte de tus pecados. Estás muerto y vas a pasar la eternidad aquí solo, con la conciencia remordiéndote por lo que hiciste, y lo mejor es que nunca sabrás por qué lo hiciste.
¿Verdad que es ingenioso mi sistema de redención?

- Entonces se supone que tú eres… ¿Dios?
El viejo se echó a reír.

- Todas vuestras religiones mundanas son erróneas, mortal. No existe dios o demonio, ni ángeles ni ninguna de esas estupideces para beatos. Yo soy aquel a quienes los babilonios decían Nergal, a quien los griegos llamaban Caronte, Cerbero y Hades, soy el que los romanos bautizaron como Plutón, soy el Satán cristiano, el Di Yu chino, y soy el Juicio Final omnipresente. Soy el final del camino de los que son como tú.
Probablemente nos veamos cuando te arrepientas con sinceridad de tus actos.
Dijo el anciano de blanco mientras echaba a andar hacia delante y se perdía en la gigantesca inmensidad de mi Infierno.
Mario López. 4ºD.